Entre las múltiples secciones que realicé durante mi
permanencia en “Croniquita”, suplemento infantil del diario “Crónica” de Buenos
Aires, hubo una con significación especial, por lo que constituía anímicamente
y por el significado que siempre tuvieron para mí sus protagonistas; la sección
se titulaba Los animales y sus voceros.
¿Por qué esta evocación después de muchos años de estar
desvinculado de aquel medio? Tal vez por la necesidad imperiosa de reeditarla
una vez más, para relatar una historia demasiado reciente, que me duele
doblemente por estar sensibilizado de antemano, tras esa dolorosa necesidad que
se plantea a veces, de llamar al veterinario para poner fin al sufrimiento de
un animal, en este caso una gata llamada Monona, recogida hacía más de diez
años, a la que un cáncer incurable había terminado de comerle el hocico.
Aunque no es ésta la historia a relatar, si bien estuvo
ligada cronológicamente a la de otros dos gatos, un macho y una hembra, que
había empezado un mes antes, cuando el gato irrumpió un anochecer en la casa,
introduciéndose en las habitaciones por la hendija de la puerta entreabierta
que daba al pasillo del frente. Se lo pudo convencer de retornar al pasillo en
el que se le improvisó una morada, suministrándosele agua, leche y comida en el
mismo lugar. Era un gato de buen tamaño, de aproximadamente ocho años, y al
parecer, castrado. Del otro lado de la casa, en la parte posterior, moraban ya,
desde hacía años, cuatro gatas y un gato.
El nuevo huésped no tardó en querer conocerlos, y después de
alguna inevitable reprimenda ante algunos gestos hostiles iniciales, “El Rubio”
(como se comenzó a llamarlo) se integró a ellos sin problemas, mudándose él
también a la parte de atrás.
La armonía solo era alterada de tanto en tanto por un gato
de la vecindad que en sus merodeos, se encarnizaba preferentemente con el nuevo
huésped.
La compensación de estos contratiempos, la tuvo El Rubio a
partir del conocimiento de una gatita vecina inmediata –Barekai la llamaban-,
también castrada, con la que surgió un verdadero amor platónico (como no podía
ser de otra manera). Ella se sentaba en el borde de la pared medianera, y él
desde el techo de una de las habitaciones de su adoptada residencia, la
contemplaba largamente, hasta que se trasladaba a la medianera, y juntos
recorrían el techo de ambas viviendas.
El sábado 20 de julio a primera hora de la mañana, El Rubio
fue sorprendido cerca de la puerta de la ahora su casa, por el gato agresor de
la vecindad, y sin disposición a enfrentarlo, en vez de correr hacia el
interior, lo hizo hacia la calle, siendo alcanzado de lleno por un vehiculo que
no alcanzó a truncar su cerebro como el resto de su cuerpo, por lo que El Rubio
asistió consciente a su traslado por la dueña de casa desde la esquina hasta el
umbral en el que había tenido su morada en los primeros días, y en pocos
minutos se convertiría en testigo de sus últimos momentos. Antes de que llegara
el veterinario –que igualmente no hubiera podido hacer otra cosa que evitar la
prolongación de su agonía- los ojos de El Rubio que solían extasiarse
contemplando a Barekai, se pusieron vidriosos y su cabeza se inclinó más, ya
definitivamente, contra el umbral.
Barekai no había estado junto a él, cuando apareció el gato
agresor; no había visto cuando lo atropelló el coche; no fue testigo de su
traslado a la casa estando ya su cuerpo exánime. Y lo esperó. Y lo buscó…
durante la tarde del sábado, todo el domingo, todo el lunes. Aún esperaba verlo
aparecer sin imaginar de dónde; y el martes se instaló debajo de uno de los
coches estacionados en la vereda vecina. Su pensamiento no estaba allí; ni en
los sonidos que la rodeaban. Por eso no alcanzó a entender qué estaba pasando
cuando el coche fue puesto en marcha y se sintió absorbida y destrozada por
dentro mientras por fuera su hermoso pelaje claro era teñido por manchas de
grasa y aceite e infinidad de gotas rojas de su sangre. Su cuerpo inerme quedó
tendido en la calle junto al cordón de la vereda, hasta que fue advertido y
retirado de allí para ser enterrado después.
El poeta francés Francis James imaginó un “paraíso de los
asnos”; Helvio Botana estaba convencido que los perros tienen alma y su vida
espiritual se prolonga más allá de la vida terrena… ¡Qué bueno sería poder
imaginar que el gato El Rubio y la
gatita Barekai transitan juntos techos en otras dimensiones, olvidados ya de
los respectivos coches que truncaron sus paseos terrenales volviendo
absurdamente trágica su hermosa historia de amor!
Oscar Vázquez Lucio
21 de julio de 2013
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